La realidad es que nuestros actos son muchas veces reflejos Inequivocos de lo que pensamos y sentimos, son tremendamente difíciles de disimular, forman parte inseparable junto con la emoción y el pensamiento de nuestras actitudes y son una herramienta inestimable para movernos cada cual en nuestro entorno y respecto a los demás con unas mínimas dosis de garantía y seguridad.
En general, la conducta del hombre es actuar en consecuencia con las ideas que expresa, sobre todo en la facultad de los seres de procesar toda la información a partir de lo que percibimos, el conocimiento adquirido (experiencia) y características subjetivas que permiten valorar la información, todo esto, nos sirve para predecir la conducta del ser humano en el futuro, y esto es de una relevancia vital en nuestras relaciones emocionales. Constantemente estamos “adivinando” lo que sucederá . Necesitamos permanentemente rellenar las lagunas de información y no lo hacemos con datos basados en hechos, sino con lo que vamos evaluando con toda las expresiones que desglosamos del lenguaje tanto verbal como no verbal de las personas.
En función del comportamiento de cada cual, hacemos un juicio sobre lo que creemos que es la actitud de la persona ante un determinado elemento o situación y establecemos nuestra conducta personal en función de esa lectura subjetiva que hacemos. Efectivamente, podemos equivocarnos y, de hecho, en muchas ocasiones lo hacemos. Pero la conducta de los demás ha resultado mostrarse, una y otra vez, como una variable de bastante peso y fiabilidad a la hora de anticipar, al menos hasta cierto punto, los comportamientos y actitudes futuros de los demás individuos.
Por poner un ejemplo, si alguien tiene por costumbre mentir, somos bastante conscientes de que, lo más probable, es que siga haciéndolo. Podemos equivocarnos o generalizar, sin duda. Puede que en una ocasión particular tuviera que mentir por una razón determinada, en contra de lo que piensa o siente. Pero en la mayor parte de las ocasiones, ante una persona que miente, obtenemos buenas dosis de información que nos indican con alto nivel de garantía, que la persona seguirá haciéndolo. Sin ir más, lejos, cuando la persona nos niega la mentira, cuando parece no sentirse mal con ello o cuando la justifica en otros. Al final resulta que, efectivamente, ese acto da información a los que nos rodean acerca de quiénes somos, de qué pensamos, qué justificamos en nuestro fuero interno y, lo que es más importante, de cómo han de comportarse ellos ante tal realidad.
Estas consideraciones me llevaban, inevitablemente a la parábola del Hijo pródigo que nos trae el Evangelio de Lucas, capítulo 15.
En ella, cada uno de los personajes proyecta una serie de conductas que nos hablan de quiénes son y sobre qué podemos esperar de ellos.
El texto nos habla mayormente de lo que hacían, pero no tanto de lo que sentían o pensaban.
El hijo menor, que decide marcharse del hogar, le pide al padre su herencia fuera de tiempo. Esto tiene serias implicaciones emocionales, ya que transmite varios mensajes terribles. Por una parte, lo que deducimos es ...“Lo que más me importa de ti son tus bienes, tu herencia y cuánto puedo beneficiarme de ella”.
En segundo lugar le expresa “Quiero vivir como si estuvieras muerto. De facto, para mí, es como si así fuera”. Con el uso que hace de sus bienes, “desperdiciándolos” y “viviendo perdidamente” deja bien claro a su padre otro mensaje: “Desprecio la moral con la que he sido educado, mis valores son otros, tú estás equivocado y eres el que no sabes vivir la vida. Sin duda, yo soy más sabio que tú”.
El padre acepta la petición del hijo, le respeta, aunque le deja también vivir las consecuencias de sus actos. En ese sentido, permite que se aplique una cierta forma de disciplina: la de las consecuencias naturales de la conducta. A la luz de la Biblia esta es la forma en la que Dios se comporta con nosotros y forma parte de Su juicio dejarnos sufrir las consecuencias de nuestros actos.
En ese sentido es también un padre amante, porque si se ama, se disciplina. Lo que se destila, entonces, de sus actos es “Sé que te estás equivocando, pero acepto que uses la libertad que te he dado. Como, además, te quiero, dejaré que disfrutes de tu decisión, pero también que vivas las consecuencias que se derivan de ella”. La acogida del hijo que vuelve es, sin duda, una forma de mostrar su amor hacia él, tal y como Dios mismo hace con nosotros.
Sus constantes muestras de amor hacia nosotros así nos lo dicen y nos revelan permanentemente algo del carácter de Dios. No sólo le espera (nos espera) con los brazos abiertos, sino que es movido a misericordia y corre hacia nosotros. Él se da a conocer a través de Sus actos, de Sus hechos, de Su creación y nos dice, “Estoy dispuesto a reconciliarme contigo si vienes arrepentido a pedir perdón”, tal como sucede en esta parabola del hijo prodigo.
El segundo hijo, el mayor, vive con desazón la vuelta de su hermano. Parece decir “No quiero compartir con este desagradecido lo que me pertenece por derecho”. Es movido, no a misericordia, recordándose que aquello de lo que dispone ni siquiera es suyo todavía, sino a envidia y a celos , olvidándose de que la herencia la disfrutará en el momento propicio por gracia de su padre, que es el verdadero dueño de todo, pero no por sus años de servicio ni por méritos propios. El corazón de su padre está puesto en la alegría de haber recuperado al que se había perdido. Ese y no otro es el propósito primero y es el motivo principal de fiesta en el cielo, como lo era en la casa de nuestra historia.
Es vital que no perdamos de vista que lo que hacemos cuenta, que transmite un mensaje a los demás. Lo hace en nuestros foros familiares, lo hace en la iglesia y lo hace también trascendiendo las fronteras de nuestros templos. Estamos llamados a vidas santas que le reflejen a Él, porque todo acto refleja algo y cuanto más llenos estemos de Él, más claro será el reflejo que lanzamos al mundo que nos rodea. ¿Qué mensaje transmitimos con nuestro diario caminar?
¿Qué mensaje, por otra parte, recibimos de Dios mismo cada día? Somos capaces de percibir que "las cosas invisibles de Él, Su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” ( Rom. 1:20 )?
Todo lo que nos rodea, cada esquina o resquicio de Su creación nos habla de Él y nos lanza un mensaje que ha sido explicitado de manera magistral en la Palabra que tenemos delante, la Biblia, pero también en la Palabra Viva que es la persona de Cristo mismo. Tal y como ha hecho hasta aquí, con todas las pruebas de Su amor, con Su forma de obrar, a través de sus constantes muestras de misericordia y gracia hacia este mundo caído, podemos inferir algo acerca de Su carácter, pero más que eso, descansar confiados en la esperanza de que Sus promesas son en Él Sí y amén, que nunca faltó a Su compromiso con Sus criaturas, particularmente con nosotros, los seres humanos, y sabemos, sin lugar a dudas, qué podemos esperar de Él.
Ante todas esas señales de Su amor, misericordia y paciencia hacia nosotros, quizá en algún momento nos acerquemos a Él, como cierto niño le decía a su padre minutos después de una rabieta, pero consciente de cada señal de amor de su papá a pesar del enfado, “Papá, es tan difícil odiarte…”. El hijo pródigo de nuestra historia se acercaba diciéndole “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. Su Padre, sin embargo, lejos de reprocharle o machacarle, le viste con el mejor vestido, pone un anillo en su mano y le calza antes de hacer fiesta por el hijo que, habiendo estado muerto, ha regresado a la vida.
¿Qué se puede esperar de alguien que actúa como este padre lo hizo con su hijo? Sin duda, sus actos nos hablan de su carácter y de lo que verdaderamente movía su corazón, que era el amor hacia su hijo.
Cada movimiento de Dios nos habla de Su amor, y nos recuerda que lo que nosotros hacemos también tiene significado. El significado de Su hacer y decir hacia el ser humano es sencillo pero profundo: con cada gesto nos dice “Te amo”. La pregunta es ¿De qué hablan nuestros actos?.
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